Hay algo profundamente inspirador en ver cómo muchos fundadores construyeron sus empresas como si fueran una extensión de su propio ADN y su propósito como seres humanos. Emprendieron no solo por necesidad, sino por convicción. Forjaron compañías donde la palabra tenía valor, donde los colaboradores eran vistos como familia y donde la cultura organizacional no era un documento sino una forma de vida.
Pero algo se rompe muchas veces en el relevo generacional.
Cada vez es más común ver cómo las segundas e incluso terceras generaciones, al asumir el mando, priorizan el crecimiento acelerado, la expansión, el control financiero y el EBITDA, por encima de los vínculos, el legado y la cultura que les dio origen. Como si lo humano se hubiera vuelto un obstáculo frente a lo estratégico. Como si los valores heredados fueran parte del pasado y no del futuro que podrían construir.
Hoy vemos con frecuencia cómo las nuevas generaciones que lideran empresas valiosas, no siempre comprenden el valor más profundo que recibieron: la cultura.
La respuesta no es simple. En muchos casos, los fundadores no dejaron una cultura explícita, sino implícita: viva en sus acciones y gestos, pero no documentada ni institucionalizada. La sucesión se enfocó más en el poder y la rentabilidad que en el propósito y la esencia. Y en ese tránsito, muchas empresas familiares dejaron de parecerse a quienes las soñaron.
Según un Estudio Global de Empresas Familiares de PwC, solo el 21% de estas organizaciones tiene una estrategia definida de sucesión que incluya el componente cultural. Y aunque el 68% de los líderes actuales cree que el propósito es clave para la sostenibilidad, menos del 30% de sus herederos lo considera una prioridad.
Además, la presión del mercado por demostrar resultados inmediatos empuja a muchos nuevos líderes a enfocarse en indicadores financieros, dejando de lado los factores cualitativos como la confianza, la pertenencia o la coherencia interna. Y sin querer, comienzan a borrar con el Excel lo que sus padres escribieron con el alma.
Sin embargo, no todo son señales de alarma. También hay casos que inspiran:
Lo que pocos saben es que Rolex no pertenece a una familia ni a un fondo de inversión. Su fundador, Hans Wilsdorf, decidió que su legado debía trascenderlo. Por eso, al morir sin herederos, convirtió la empresa en una fundación: la Hans Wilsdorf Foundation. Desde entonces, Rolex no reparte utilidades a inversionistas. En cambio, reinvierte en innovación, excelencia y proyectos filantrópicos.
El resultado: una marca que combina lujo, prestigio y propósito. Una cultura sólida que no depende de una sola generación.
En 2022, el fundador Yvon Chouinard dio un paso aún más disruptivo: cedió el 100% de la propiedad de Patagonia a un fideicomiso ambiental y a una ONG.
“La Tierra es ahora nuestro único accionista”, dijo. La decisión aseguró que los valores que dieron origen a la empresa: cuidado del planeta, activismo climático, vida con sentido, no quedaran a merced de futuros CEOs.
Aquí, la cultura no solo sobrevivirá a su fundador, se institucionalizará para siempre.
La casa italiana de moda creó el Consejo de Valores Ferragamo, integrado por miembros de distintas generaciones de la familia. Su función es clara: custodiar la herencia cultural del fundador y asegurar que, a medida que el negocio evoluciona, los valores no se diluyan. Este consejo actúa como un “órgano de memoria y conciencia”, equilibrando el crecimiento con la identidad.
Estos ejemplos nos dejan una enseñanza clave: el legado no es automático. Se cultiva, se protege y se proyecta.
Una empresa puede crecer rápido, pero si lo hace sacrificando sus raíces, su éxito será frágil. La cultura, cuando se mantiene viva, funciona como un sistema inmunológico: protege la identidad, alinea decisiones y conecta a las personas con algo más grande que ellas mismas.
Hoy más que nunca, las nuevas generaciones de empresas familiares deben hacerse una pregunta incómoda pero urgente: ¿Queremos ser los hijos que administran herencias o los que la honran y la hacen eterna?
Porque una cosa es heredar una empresa. Otra muy distinta, es merecerla.
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