En tiempos donde hablamos de productividad, eficiencia, automatización, liderazgo consciente y culturas de alto desempeño, a veces olvidamos algo elemental: que el trabajo es un intercambio continuo de esfuerzos, talentos, expectativas y compromisos. Por lo que debe haber un intercambio de gratitud constante entre las partes.

Y no me refiero a esa gratitud romántica, ingenua o políticamente correcta, sino a la gratitud que sostiene las relaciones humanas. Esa que en una organización debe fluir en doble vía: del empleado hacia su empleador y del empleador hacia su gente.

Cuando un líder agradece, dignifica. Cuando un colaborador agradece, reconoce. Y cuando ambos agradecen, se habilita un espacio de corresponsabilidad donde el trabajo no es simplemente un intercambio de salario por tiempo, sino un proyecto compartido donde las dos partes se sienten afortunadas de contar con la otra.

La evidencia lo confirma. Según Gallup, solo el 31% de los empleados en Latinoamérica se sienten comprometidos con su trabajo. Apenas uno de cada tres. ¿Qué significa esto en la práctica? Significa equipos que cumplen pero no conectan, personas que hacen lo necesario pero no lo extraordinario, colaboradores que no se sienten vistos, valorados o parte de algo más grande que sus tareas diarias.

Ese 31% podría subir, y mucho, si cultiváramos culturas donde la gratitud se vive, no solo se menciona en discursos institucionales.

Cuando el agradecimiento es mutuo, el compromiso se multiplica.

Pero la gratitud también implica un ejercicio de honestidad. Es común encontrar empleados que critican a sus empleadores por defecto. Personas que enfatizan lo que falta, pero olvidan lo que tienen. Que hablan más de las fallas del sistema que de las oportunidades que les ofrece.

No se trata de negar las brechas o los retos (toda empresa los tiene), sino de equilibrar la conversación. Porque cuando solo vemos lo que está mal, dejamos de ver lo que permite que cada uno crezca, aprenda, experimente, se equivoque y avance. La crítica sin gratitud desgasta. La gratitud sin crítica construye. Y cuando ambas conviven con madurez, aparece una cultura mucho más completa, justa y humana.

Si la gratitud se convirtiera en un hábito, la gente podría sentirse más conectada, atreverse más, innovar más, apreciar más lo que hace.

Por eso este artículo no es solo una reflexión, sino una invitación: que la gratitud sea parte del contrato psicológico entre quienes emplean y quienes trabajan. Que los líderes la encarnen. Que los equipos la practiquen. Que el trabajo deje de ser un lugar donde sobrevivimos y se convierta en un lugar donde agradecemos estar.

Porque en el fondo, el trabajo no es solo productividad: es un encuentro humano. Y todo encuentro humano mejora cuando empieza y termina, con un gracias.

*Termino dando las gracias a mi buen amigo Carlos Tamayo por inspirar este artículo con nuestra conversación del pasado sábado.

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